Gramática moral y formalización como fuente de la conducta legal y ética
Hace
algunas semanas tuve la oportunidad de exponer sobre el proceso
socio-individual de “impersonalización” durante un “conversatorio ético” en una entidad
pública. Las ciudades y la organizaciones son el prototipo de desarrollo de
estas formas de interacción, moldeadas por el anonimato, la reserva y la
indiferencia, en el primer caso; por roles, papeles y jerarquías, en el segundo.
Conforme las organizaciones avanzan hacia el logro de sus objetivos ocurre al mismo tiempo un proceso que impersonaliza, al colocar la relación entre sus individuos en términos ajenos a la voluntariedad, el familismo, la amistad, la comunión ideológica o de consumo; o a cálculos políticos. El reclutamiento y la permanencia de los integrantes de una organización se torna pues meritocrático, funcional e instrumental. Sus conductas se circunscriben a las asignaciones y deberes de su cargo, supeditándose a reglas de intercambio de insumos y productos, según una estructura de procesos entrelazados diseñados para alcanzar el cumplimiento de los objetivos de la organización.
Las interacciones impersonales alcanzan su grado más alto de materialización con la operación de una efectiva formalización interna de reglas funcionales y de conducta cuya transgresión pueda ser detectada y sancionada. La transgresión podrá ser legal o funcional. La formalización legal, procedente del sistema político-institucional (ordenamiento jurídico), así como su aplicación, suele ser parte íntegra de la formalización funcional de organizaciones públicas y privadas; pero esta última refiere primordialmente al desempeño, luego a un estándar “ético”. La ética se torna así una conducta esperada (proscrita o prescrita) desde un punto de vista organizacional por razones funcionales (contrario a lo que sucede en las relaciones primarias), mientras que la legalidad corresponde a conductas prohibidas de carácter general (penal).
Fundada en la investigación científico social, la “ética” logra desmitificarse, convertirse en objeto de estudio y diseño, controvirtiendo de esta manera el agotado y tradicional planteamiento filosófico de su existencia ontológica. La ética como proclama general y abstracta, como prédica de conversión íntima que despierte el acatamiento voluntario de normas legales, o para exigir virtuosismo (Aristóteles), principios (Kant) y anticipación de consecuencias (Mill), tiene el problema de abstraerse de sus condiciones materiales de realización y tornarse ineficaz y fatigante para sus receptores. Los delitos y las contravenciones en la vida pública, grupal u organizacional tienen muy pocas probabilidades de contrarrestarse con peroratas, por más simbólicas o pedagógicas que se ofrezcan para el consumo masivo efervescente (e.g., “cultura ciudadana”) o corporativo (e.g., códigos de ética).
Una concepción realista del crecimiento del puntaje legal y ético de los ciudadanos o funcionarios tiene una correspondencia con la evidencia evolutiva y neurológica que permite establecer la existencia de una gramática moral en los individuos (Marc Hauser). La filogénesis dotó a la especie humana de principios generativos de juicios, “inconscientes e inaccesibles”, sobre lo que es bueno y malo hacer. El proceso civilizatorio ha forjado a su vez instancias en las cuales se cultivan estos principios generadores (familia, escuela, poderes públicos, colectividades). De ahí que un diseño organizacional fundado en la formalización puede contar con una predisposición de los individuos a acatar normas y estándares; así como para obedecer a la autoridad (Stanley Milgram); cuando aparecen los quebrantamientos, el diseño no elimina la responsabilidad individual pero bien puede convocar su revisión, especialmente si su manifestación es copiosa.
Una dificultad para entender las lógicas subyacentes a las contravenciones éticas radica en la ausencia de una especialización dedicada a este conjunto de conductas. Los delitos, en cambio, cuentan con la criminología, sólidamente anclada en las ciencias, la enseñanza y la orientación de políticas y decisiones de las autoridades públicas; excepto en Colombia, paradójicamente. Cabe no obstante calcular que el papel asignado a la disuasión: normas que se hacen cumplir; en tanto mecanismo cardinal y productivo para disminuir los delitos, encuentra su equivalencia en la formalización organizacional a la hora de alcanzar desempeños éticos esperados y crecientes.
Con la maduración de procesos de impersonalización, connaturales a las ciudades y provocados en organizaciones, sobreviene un aumento de las libertades personales. Las ciudades facilitan a los individuos escapar a los rigores de la tradición y los portafolios reducidos de oportunidades ocupacionales, culturales y privadas. A su vez, organizaciones formalizadas disminuyen el recurso a la ruda imposición de sus decisiones internas y consiguen aumentar la productividad, al canalizar contribuciones voluntarias de empleados que perciben que los beneficios son objetivos y colectivos.
En el sector público, la ocupación de posiciones de poder por razones políticas, de influencia externa, familismo o lisonja profesional; la dirección de entidades al servicio de intereses personales; los privilegios y raseros de recompensa diferenciales; el cumplimiento de decisiones con razonabilidad opaca o nula, y otro conjunto de conductas ilegales y antiéticas, traen consigo cargas cognitivas y emocionales entre quienes no hacen parte o desdeñan estos términos relacionales. Pero estos pequeños infiernos solo pueden sofocarse con menos discurso y más operación técnica.
Conforme las organizaciones avanzan hacia el logro de sus objetivos ocurre al mismo tiempo un proceso que impersonaliza, al colocar la relación entre sus individuos en términos ajenos a la voluntariedad, el familismo, la amistad, la comunión ideológica o de consumo; o a cálculos políticos. El reclutamiento y la permanencia de los integrantes de una organización se torna pues meritocrático, funcional e instrumental. Sus conductas se circunscriben a las asignaciones y deberes de su cargo, supeditándose a reglas de intercambio de insumos y productos, según una estructura de procesos entrelazados diseñados para alcanzar el cumplimiento de los objetivos de la organización.
Las interacciones impersonales alcanzan su grado más alto de materialización con la operación de una efectiva formalización interna de reglas funcionales y de conducta cuya transgresión pueda ser detectada y sancionada. La transgresión podrá ser legal o funcional. La formalización legal, procedente del sistema político-institucional (ordenamiento jurídico), así como su aplicación, suele ser parte íntegra de la formalización funcional de organizaciones públicas y privadas; pero esta última refiere primordialmente al desempeño, luego a un estándar “ético”. La ética se torna así una conducta esperada (proscrita o prescrita) desde un punto de vista organizacional por razones funcionales (contrario a lo que sucede en las relaciones primarias), mientras que la legalidad corresponde a conductas prohibidas de carácter general (penal).
Fundada en la investigación científico social, la “ética” logra desmitificarse, convertirse en objeto de estudio y diseño, controvirtiendo de esta manera el agotado y tradicional planteamiento filosófico de su existencia ontológica. La ética como proclama general y abstracta, como prédica de conversión íntima que despierte el acatamiento voluntario de normas legales, o para exigir virtuosismo (Aristóteles), principios (Kant) y anticipación de consecuencias (Mill), tiene el problema de abstraerse de sus condiciones materiales de realización y tornarse ineficaz y fatigante para sus receptores. Los delitos y las contravenciones en la vida pública, grupal u organizacional tienen muy pocas probabilidades de contrarrestarse con peroratas, por más simbólicas o pedagógicas que se ofrezcan para el consumo masivo efervescente (e.g., “cultura ciudadana”) o corporativo (e.g., códigos de ética).
Una concepción realista del crecimiento del puntaje legal y ético de los ciudadanos o funcionarios tiene una correspondencia con la evidencia evolutiva y neurológica que permite establecer la existencia de una gramática moral en los individuos (Marc Hauser). La filogénesis dotó a la especie humana de principios generativos de juicios, “inconscientes e inaccesibles”, sobre lo que es bueno y malo hacer. El proceso civilizatorio ha forjado a su vez instancias en las cuales se cultivan estos principios generadores (familia, escuela, poderes públicos, colectividades). De ahí que un diseño organizacional fundado en la formalización puede contar con una predisposición de los individuos a acatar normas y estándares; así como para obedecer a la autoridad (Stanley Milgram); cuando aparecen los quebrantamientos, el diseño no elimina la responsabilidad individual pero bien puede convocar su revisión, especialmente si su manifestación es copiosa.
Una dificultad para entender las lógicas subyacentes a las contravenciones éticas radica en la ausencia de una especialización dedicada a este conjunto de conductas. Los delitos, en cambio, cuentan con la criminología, sólidamente anclada en las ciencias, la enseñanza y la orientación de políticas y decisiones de las autoridades públicas; excepto en Colombia, paradójicamente. Cabe no obstante calcular que el papel asignado a la disuasión: normas que se hacen cumplir; en tanto mecanismo cardinal y productivo para disminuir los delitos, encuentra su equivalencia en la formalización organizacional a la hora de alcanzar desempeños éticos esperados y crecientes.
Con la maduración de procesos de impersonalización, connaturales a las ciudades y provocados en organizaciones, sobreviene un aumento de las libertades personales. Las ciudades facilitan a los individuos escapar a los rigores de la tradición y los portafolios reducidos de oportunidades ocupacionales, culturales y privadas. A su vez, organizaciones formalizadas disminuyen el recurso a la ruda imposición de sus decisiones internas y consiguen aumentar la productividad, al canalizar contribuciones voluntarias de empleados que perciben que los beneficios son objetivos y colectivos.
En el sector público, la ocupación de posiciones de poder por razones políticas, de influencia externa, familismo o lisonja profesional; la dirección de entidades al servicio de intereses personales; los privilegios y raseros de recompensa diferenciales; el cumplimiento de decisiones con razonabilidad opaca o nula, y otro conjunto de conductas ilegales y antiéticas, traen consigo cargas cognitivas y emocionales entre quienes no hacen parte o desdeñan estos términos relacionales. Pero estos pequeños infiernos solo pueden sofocarse con menos discurso y más operación técnica.
Leandro
Ramos
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